Allí se encontraba él, con el pelo mojado cubriéndole el rostro, los labios rojos del sobresfuerzo, piernas y brazos vencidos, y una férrea voluntad que forzaba a su cuerpo a seguir adelante.
Con cada brazada, el dolor de mil alfileres se clavaba en su pecho, y el aire difícilmente lograba encontrar el camino hacia sus pulmones. Pero ahí seguía.
Aunque era un día con una temperatura agradable, él sentía un calor sofocante. Y la fina lycra le sobraba.
Su cuerpo, unos meses antes, fornido y definido, ahora se veía débil y a punto de estallar en mil pedazos.
Y aunque el médico y toda su familia le rogaron que no entrara al agua, cuando le contó su deseo a sus dos compañeros de fatigas, olas y salitre, tuvieron claro que lo harían.
Surfeó como nunca, disfrutó como siempre, y una semana más tarde, se perdió en la inmensidad del océano de la vida, para reencarnarse, como el mismo tantas veces deseó, en una ola que alguien pudiera surfear.
Descansa guerrero. Ya toca.
A la memoria de un amigo.